A 100 años del natalicio de Julio Cortázar
CIUDAD DE MÉXICO, 26 de agosto.- El escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) tuvo desde joven un fuerte y estrecho vínculo con México. En 1939, a sus 25 años de edad, estaba decidido a emprender un viaje a tierras aztecas y permanecer un tiempo. Pero fue más de 35 años después, el 18 de marzo de 1975, cuando las pisó por primera vez.
El autor de Rayuela, de quien hoy se conmemora el centenario de su natalicio, cultivó desde entonces su amistad con escritores como Octavio Paz y Carlos Fuentes, demostró su admiración por Juan Rulfo y Juan José Arreola, vacacionó en las playas de Zihuatanejo y publicó su segundo libro de cuentos, Final del juego (1956), entre otros proyectos que emprendió en la capital.
Esa primera edición de Final del juego estaba integrada por nueve relatos, dos de los cuales tienen referencias directamente mexicanas: Axolotl y La noche boca arriba.
El investigador de El Colegio de México agrega que el novelista quería venir a México para ver de modo directo si lo que le habían contado sobre nuestro país era cierto o no. “En el fondo, México era un posible escape de la situación oprobiosa que él sentía en Argentina, país al que le urgía abandonar, lo cual finalmente logró, aunque no para venir aquí, sino para viajar a París, donde se asentó”.
“‘¿Por qué México?’, la respuesta es simple –le diría a su amigo Luis Gagliardi en una carta fechada el 4 de enero de 1939–, ‘porque allí ha vivido siempre una juventud llena de ideales, trabajadora y culta que apenas se encuentra en Buenos Aires. Me gustaría –continúa la carta– poder apreciar por mí mismo si todo lo que me han contado de México es cierto: desde las pirámides hasta la poesía popular’.
El especialista especifica que Cortázar estuvo en México en tres ocasiones: en 1975, para ser parte del Tribunal Helsinki, que se ocupaba de los juzgados de lesa humanidad contra Chile y otras dictaduras latinoamericanas; en 1980, cuando vacacionó en Zihuatanejo, y el 3 de marzo de 1983, cuando se presentó en Filosofía y Letras de la UNAM, antes unos cinco mil estudiantes.
Cuentos, proyectos y amigos
Cortázar se maravilló con ese animal mexicano llamado ajolote, detalla Rafael Olea, por lo que le dedicó el relato Axolotl. “Se desarrolla en el Jardin des Plantes de París, donde el narrador conoce a un ajolote en exhibición. Desde el final del primer párrafo dice sin duda ‘Ahora soy un axolotl’. Así, con maestría extraordinaria, marca desde el principio sus diferencias estructurales con otras vertientes de la literatura fantástica”.
Señala que en el volumen Final del juego, los textos Axolotl y La noche boca arriba aparecen juntos, “lo cual indicaría que responden a un mismo impulso creativo.
“En el último de estos cuentos, Cortázar usa su conocimiento de las llamadas guerras floridas aztecas para crear un relato en donde dos realidades se presentan de forma alternativa. Al principio, el lector tiene la impresión de que el protagonista, quien ha sufrido un accidente al desplazarse en una motocicleta, está soñando con el pasado prehispánico de las guerras floridas. Sin embargo, al final nos damos cuenta de que es al revés, es decir, que no se sueña con el pasado, sino con el futuro”.
El investigador de El Colegio de México recuerda además el cuento La noche de Mantequilla. “Tiene como fondo la pelea de 1974 entre el boxeador argentino Carlos Monzón y el cubano-mexicano Mantequilla Nápoles, la cual se desarrolló, con gran glamour, en Francia (me pregunto en este momento si acaso Cortázar habrá asistido a ella)”.
Dice que la cultura mexicana le parecía mítica. “Consideraba a México como una nación libre, inteligente y culta, y al parecer nunca cambió esa imagen”.
Y destaca Fantomas vs. los vampiros multinacionales, donde recrea la tradición de la historieta mexicana. “La idea le vino a la mente, porque había caído en sus manos una historieta del personaje enmascarado donde aparecían como personajes Susan Sontag, Octavio Paz y el mismo Cortázar. Julio rescata de la historieta las gráficas que le interesaban y escribió su propio argumento. Fue publicada por el periódico Excélsior en 1975 y se vendió en los puestos de periódicos de varios países”.
Extracto , tomado del Excelsior
http://www.excelsior.com.mx/expresiones/2014/08/26/978208
Capitulo 17
De la chingonsisimanovela de Cortazar,Rayuela.
El amor por el Jazz de este hombre queda de manifiesto en algunos cuentos, como El Perseguidor donde se habla sin nombrar a Charlie Parker. Cuando leí este libro
(Rayuela) ya era rockero, pero este capitulo me puso frente a algo que venia viendo, el mundo del rock se repetía con esta descripción del mundo del Jazz, los nombres cambiaron, los estilos los bailes, de 78 rpm a 45 , a 33 rpm , a 8 tracks, a cassette, a cd a mp3 ...
A Guy Monod se le había ocurrido despertarse cuando Ronald y Etienne se
ponían de acuerdo para escuchar a Jelly Roll Morton; abriendo un ojo decidió
que esa espalda que se recortaba contra la luz de las velas verdes era la de
Gregorovius. Se estremeció violentamente, las velas verdes vistas desde una
cama le hacían mala impresión, la lluvia en la claraboya mezclándose
extrañamente con un resto de imágenes de sueño, había estado soñando con un
sitio absurdo pero lleno de sol, donde Gaby andaba desnuda tirando migas de
pan a unas palomas grandes como patos y completamente estúpidas. «Me duele
la cabeza», se dijo Guy. No le interesaba en absoluto Jelly Roll Morton aunque
era divertido oír la lluvia en la claraboya y que Jelly Roll cantara: Stood in a correr,
with her feet soaked and wet..., seguramente Wong hubiera fabricado en seguida
una teoría sobre el tiempo real y el poético, ¿pero sería cierto que Wong había
hablado de hacer café? Gaby dándole migas a las palomas y Wong, la voz de
Wong metiéndose entre las piernas de Gaby desnuda en un jardín con flores
violentas, diciendo: «Un secreto aprendido en el casino de Mentor.» Muy posible
que Wong, después de todo, apareciera con una cafetera llena.
Jelly Roll estaba en el piano marcando suavemente el compás con el zapato a
falta de mejor percusión, Jelly Roll podía cantar Mamie’s Blues hamacándose un
poco, los ojos fijos en una moldura del cielo raso, o era una mosca que iba y venía
o una mancha que iba y venía en los ojos de Jelly Roll. Two-nineteen done took my
baby away... La vida había sido eso, trenes que se iban llevándose y trayéndose a
la gente mientras uno se quedaba en la esquina con los pies mojados, oyendo un
piano mecánico y carcajadas manoseando las vitrinas amarillentas de la sala
donde no siempre se tenía dinero para entrar. Two-nineteen done took my baby
away... Babs había tomado tantos trenes en la vida, le gustaba viajar en tren si al
final había algún amigo esperándola, si Ronald le pasaba la mano por la cadera,
dulcemente como ahora, dibujándole la música en la piel, Two-seventeen’ll bring
her back some day, por supuesto algún día otro tren la traería de vuelta, pero quién
sabe si Jelly Roll iba a estar en ese andén, en ese piano, en esa hora en que había
cantado los blues de Mamie Desdume, la lluvia sobre una claraboya de París a la
una de la madrugada, los pies mojados y la puta que murmura If you can’t give a
dollar, gimme a lousy dime, Babs había dicho cosas así en Cincinnati, todas las
mujeres habían dicho cosas así alguna vez en alguna parte, hasta en las camas de
los reyes, Babs se hacía una idea muy especial de las camas de los reyes pero de
todos modos alguna mujer habría dicho una cosa así, If you can’t give a million,
gimme a lousy grand, cuestión de proporciones, y por qué el piano de Jelly Roll era
tan triste, tan esa lluvia que había despertado a Guy, que estaba haciendo llorar a
la Maga, y Wong que no venía con el café.
—Es demasiado —dijo Etienne, suspirando—. Yo no sé cómo puedo aguantar
esa basura. Es emocionante pero es una basura.
—Por supuesto no es una medalla de Pisanello —dijo Oliveira.
—Ni un opus cualquier cosa de Schoenberg —dijo Ronald—. ¿Por qué me lo
pediste? Aparte de inteligencia te falta caridad. ¿Alguna vez tuviste los zapatos
metidos en el agua a medianoche? Jelly Roll sí, se ve cuando canta, es algo que se
sabe, viejo.
—Yo pinto mejor con los pies secos —dijo Etienne—. Y no me vengas con
argumentos de la Salvation Army. Mejor harías en poner algo más inteligente,
como esos solos de Sonny Rollins. Por lo menos los tipos de la West Coast hacen
pensar en Jackson Pollock o en Tobey, se ve que ya han salido de la edad de la
pianola y la caja de acuarelas.
—Es capaz de creer en el progreso del arte dijo Oliveira, bostezando—. No le
hagás caso, Ronald, con la mano libre que te queda sacó el disquito del Stack
O’Lee Blues, al fin y al cabo tiene un solo de piano que me parece meritorio.
—Lo del progreso en el arte son tonterías archisabidas —dijo Etienne—. Pero
en el jazz como en cualquier arte hay siempre un montón de chantajistas. Una
cosa es la música que puede traducirse en emoción y otra la emoción que
pretende pasar por música. Dolor paterno en fa sostenido, carcajada sarcástica en
amarillo, violeta y negro. No, hijo, el arte empieza más acá o más allá, pero no es
nunca eso.
Nadie parecía dispuesto a contradecirlo porque Wong esmeradamente
aparecía con el café y Ronald, encogiéndose de hombros, había soltado a los
Waring’s Pennsylvanians
y desde un chirriar terrible llegaba el tema que
encantaba a Oliveira, una trompeta anónima y después el piano, todo entre un
humo de fonógrafo viejo y pésima grabación, de orquesta barata y como anterior
al jazz, al fin y al cabo de esos viejos discos, de los show boats y de las noches de
Storyville había nacido la única música universal del siglo, algo que acercaba a
los hombres más y mejor que el esperanto, la Unesco o las aerolíneas, una música
bastante primitiva para alcanzar universalidad y bastante buena para hacer su
propia historia, con cismas, renuncias y herejías, su charleston, su black bottom,
su shimmy, su foxtrot, su stomp, sus blues, para admitir las clasificaciones y las
etiquetas, el estilo esto y aquello, el swing, el bebop, el cool,
ir y volver del
romanticismo y el clasicismo, hot y jazz cerebral, una música-hombre, una
música con historia a diferencia de la estúpida música animal de baile, la polka,
el vals, la zamba, una música que permitía reconocerse y estimarse en
Copenhague como en Mendoza o en Ciudad del Cabo, que acercaba a los
adolescentes con sus discos bajo el brazo, que les daba nombres y melodías como
cifras para reconocerse y adentrarse y sentirse menos solos rodeados de jefes de
oficina, familias y amores infinitamente amargos, una música que permitía todas
las imaginaciones y los gustos, la colección de afónicos 78 con Freddie Keppard o
Bunk Johnson, la exclusividad reaccionaria del Dixieland, la especialización
académica en Bix Beiderbecke o el salto a la gran aventura de Thelonius Monk,
Horace Silver o Thad Jones, la cursilería de Erroll Garner o Art Tatum,
los
arrepentimientos y las abjuraciones, la predilección por los pequeños conjuntos,
las misteriosas grabaciones con seudónimos y denominaciones impuestas por
marcas de discos o caprichos del momento, y toda esa francmasonería de sábado
por la noche en la pieza del estudiante o en el sótano de la peña, con muchachas
que prefieren bailar mientras escuchan Star Dust o When your man is going to put
you down, y huelen despacio y dulcemente a perfume y a piel y a calor, se dejan
besar cuando es tarde y alguien ha puesto The blues with a feeling y casi no se
baila, solamente se está de pie, balanceándose, y todo es turbio y sucio y canalla
y cada hombre quisiera arrancar esos corpiños tibios mientras las manos
acarician una espalda y las muchachas tienen la boca entreabierta y se van dando
al miedo delicioso y a la noche, entonces sube una trompeta poseyéndolas por
todos los hombres, tomándolas con una sola frase caliente que las deja caer como
una planta cortada entre los brazos de los compañeros, y hay una inmóvil
carrera, un salto al aire de la noche, sobre la ciudad, hasta que un piano
minucioso las devuelve a sí mismas, exhaustas y reconciliadas y todavía vírgenes
hasta el sábado siguiente,
todo eso en una música que espanta a los cogotes de
platea, a los que creen que nada es de verdad si no hay programas impresos y
acomodadores, y así va el mundo y el jazz es como un pájaro que migra o emigra
o inmigra o transmigra, saltabarreras, burlaaduanas, algo que corre y se difunde
y esta noche en Viena está cantando Ella Fitzgerald mientras en París Kenny
Clarke inaugura una cave y en Perpignan brincan los dedos de Oscar Peterson, y
Satchmo por todas partes con el don de ubicuidad que le ha prestado el Señor, en
Birmingham, en Varsovia, en Milán, en Buenos Aires, en Ginebra, en el mundo
entero, es inevitable, es la lluvia y el pan y la sal, algo absolutamente indiferente
a los ritos nacionales, a las tradiciones inviolables, al idioma y al folklore: una
nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de
antes, de abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los
reincorpora al oscuro fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los
devuelve a un origen traicionado, l
es señala que quizá había otros caminos y que
el que tomaron no era el único y no era el mejor, o que quizás había otros
caminos, y que el que tomaron era el mejor, pero que quizá había otros caminos
dulces de caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias, y que un
hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más
que un hombre porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa, y
menos que un hombre porque de esa libertad ha hecho un juego estético o moral,
un tablero de ajedrez donde se reserva ser el alfil o el caballo, una definición de
libertad que se enseña en las escuelas, precisamente en las escuelas donde jamás
se ha enseñado y jamás se enseñará a los niños el primer compás de un ragtime y
la primera frase de un blues, etcétera, etcétera.
I could sit right here and think a thousand miles away,
I could sit right here and think a thousand miles away,
I could sit right here and think a thousand miles away.
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